Hoy observé el mar durante un largo rato. Me fascina desde niña: es misterioso y mágico. Me detengo a observar cómo las olas se forman, para luego elevarse, después se estrellan, se desvanecen y se vuelven a unir, regresando hacia el fondo del mar. Mientras contemplaba el mar, recordé una frase que leí en internet: “Las olas se rompen y se vuelven a armar. Que lindo ser tan parecidos al mar”. Esta frase es una metáfora perfecta sobre la vida, de cómo cuando nos enfrentamos a desafíos, nos caemos y nos levantamos. Enfrentamos rupturas, nos hacemos pedazos y nos volvemos a armar, siempre, cada día, tenemos la oportunidad de volver a empezar, de recomponernos y de seguir fluyendo con la marea o en contra de ella.
Pienso que las olas son también una metáfora de nuestros sueños y metas, hay momentos de la vida en que la marea es suave y nadamos con facilidad. En cambio, hay otros momentos en que nos cuesta mantenernos a flote, nuestras metas se bloquean y nuestros sueños se frustran.
Como Pablo Neruda dijo una vez: “Necesito del mar porque me enseña: no sé si aprendo música o conciencia: no sé si es ola sola o ser profundo o sólo ronca voz o deslumbrante suposición de peces y navíos. El hecho es que hasta cuando estoy dormido de algún modo magnético circulo en la universidad del oleaje”.
¿Qué me enseña el mar? ¿Qué nos enseña el mar? A ser flexibles. A fluir con la corriente. A cambiar con las mareas. El mar es fuerza: con el viento a los navegantes les regala tormentas para enseñarles fortaleza y a superar las olas. También el mar nos enseña a ser como las gaviotas: libres. Nos convierte en niños curiosos por explorar el horizonte y a aprender a navegar sin rumbo porque no siempre hay que tener un destino.
Cuando observamos el mar aprendemos que la vida es un ciclo constante. El mensaje de sus olas es: que nada es permanente, que todo cambia. Y somos parte del él, aunque no lo parezca. Somos agua. Somos sal. Somos brisa y huracán. Somos movimiento. Somos como las olas que se rompen y se vuelven a armar.
Me gusta sentarme a pensar eso: que somos como el mar. Que cada uno de nosotros posee esa capacidad de transformarnos y de crear. La capacidad de ser suaves y tranquilos, o furiosos y tempestuosos. Somos capaces de reflejar la luz del sol e iluminar nuestra vida y la de otros. O, también, fundirnos con la oscuridad de la noche y volver a nuestro interior, para navegar dentro de nuestras profundidades. Y tener abismos donde no llega la luz.
Cada vez que caemos y resurgimos, somos como el mar. Y las olas son nuestras experiencias, por más dolorosas o difíciles que sean, están allí para ayudarnos a construir a nuestro universo, enriquecer nuestra belleza interior y moldearnos en seres más completos… cada día más completos.
Y la perseverancia del mar, esa capacidad de reinventarse una y otra vez, nos invita a recordar nuestra propia capacidad para reinventarnos y comenzar de nuevo. Podemos recoger nuestros fragmentos rotos y construir con ellos algo nuevo… algo hermoso.
Las olas también nos enseñan la belleza de la impermanencia. Cada ola en sí misma es única y efímera. Y es el conjunto de ellas lo que llena de belleza al mar. Y sí, somos efímeros igual que las olas. Nuestras vidas son efímeras. Y cada uno de nosotros somos olas de este océano de existencia universal.
Cuando contemplemos las olas rompiendo en a la orilla playa, debemos recordar que somos como ellas: capaces de reinventarnos y de encontrar la belleza en la impermanencia. Que hermoso es ser tan parecidos al mar. Siempre en movimiento. Siempre renaciendo.
Y como dijo Isak Dinesen: “La cura para cualquier cosa es agua salada: el sudor, las lágrimas o el mar”.