“Inclusión” es una palabra que anoté en mi cuaderno de palabras en 2003. La dimensión de su significado en mi vida y en el mundo en el que vivo me impactó de repente alrededor de 1997, pero no fue hasta 2003 que escribí sobre ella, cuando tuve un detonante que me llevó a reflexionar sobre la inclusión.
Puede sonar increíble, pero la palabra “inclusión” adquirió un significado importante en mi vida y comprendí su gran importancia cuando ingresé a la universidad. Antes, “inclusión” tenía un significado ligero en mi existencia; conocía su definición, pero no comprendía que formaba parte de mi vida. Para que el mundo sea justo y un lugar digno en el que todos podamos vivir sin negarnos a nosotros mismos, la palabra “inclusión” debe definir nuestra sociedad, convertirse en acción, salir de los diccionarios y de los discursos trillados.
A mí no me educaron para la inclusión, ni en el colegio ni en mi hogar. Simplemente era una palabra más que aprendí. No se hablaba de inclusión en mi época, ni tampoco sobre la diferencia dentro de la igualdad.
Ser “diferente” en cualquier aspecto de la vida no era algo bueno en aquel entonces, y aún hoy no lo es, pero en esa época era muchísimo menos aceptado.
En el colegio católico donde estudié durante toda mi etapa escolar y del que me gradué, nunca nos enseñaron acerca de la diversidad sexual ni sobre la posibilidad de elegir nuestra identidad y orientación sexual. Nos enseñaron que solo existían hombres y mujeres, y que nuestra misión era formar una familia y ser la ayuda idónea de nuestros esposos. Eso fue lo que nos enseñaron a todas las que estudiamos juntas.
Yo soy una mujer heterosexual, no soy diferente al común denominador social en ese aspecto. Pero siempre he sido diferente en otros aspectos. Por lo tanto, aunque no entendía completamente el significado de la inclusión en mi vida, sabía que formaba parte de las excluidas por ser “rara” dentro de mi entorno social, por pensar diferente en muchas cosas y por no estar de acuerdo en otras tantas.
Ser peculiar me hizo entender, aunque nadie me lo enseñó, que ser diferente es lo natural, que la diversidad es la esencia del mundo. El planeta en el que vivimos es un ejemplo tangible y diario de diversidad en todos los aspectos y niveles. Ser diferente es una regla del orden natural.
Pero, paradójicamente, lo que llamamos “normalidad” es lo que nosotros, los seres humanos, normalizamos. Es la manera en que la humanidad quiere hacer funcionar el mundo, casi navegando en contra de la corriente de lo que es natural. Y es por eso que vivimos en un mundo injusto, cruel y violento, porque forzamos que funcione negando que la diversidad es el orden natural del planeta.
A la mayoría de los seres humanos les asusta lo diferente. Una vez escribí en uno de mis libros: “Los humanos echan a la hoguera todo aquello a lo que le tienen miedo”. Esto ha ocurrido a lo largo de la historia de la humanidad. La diversidad los asusta porque no la pueden controlar. Los humanos le tienen miedo a lo que no pueden controlar ni predecir; les aterra la incertidumbre y, frente a lo diverso, reaccionan con violencia.
Conmigo crecieron muchas niñas educadas bajo rígidos parámetros religiosos. Hoy en día, cuando la inclusión está tomando el mundo, o al menos intentándolo sin parar, muchas de ellas siguen pensando que están en el mundo para ser la ayuda idónea de un hombre. Muchas se burlan de las preferencias sexuales diferentes y de que el género se escoja. Y, como ellas, muchas, muchísimas personas más, saltan la barrera de la burla y recurren a la violencia contra los diversos.
¿Por qué? Porque hay generaciones enteras que no fueron educadas para el respeto y, principalmente, la comprensión de la diversidad. Ni en casa, ni en el colegio, ni dentro de las instituciones sociales, ni en los medios de comunicación. A esas generaciones se les enseñó que ser diferente es malo, es pecado, que hay que atacar al diverso y señalarlo; se normalizó la estigmatización como una regla social.
Y una gran parte de esas generaciones se niega a desaprender todo ese adoctrinamiento. Ven como algo negativo la deconstrucción de todo ese andamiaje mental e intentan reforzarlo en ellos mismos y en las nuevas generaciones.
En el mundo de hoy, a pesar de todo lo que se ha avanzado, aún se le niega a los niños y jóvenes la educación en diversidad. La palabra “inclusión” es para muchos solo una más dentro del diccionario. La semana pasada, en Hungría, se aprobó una ley que limita la difusión de información y contenido LGTBI ante menores de edad.
Es indignante que en nuestra sociedad occidental esto ocurra. Pero más que indignarme por Hungría, me indigna y decepciona la sociedad del país en el que vivo, donde la diferencia sigue siendo algo negativo y la diversidad sigue siendo pecado. En la cual, todavía no hemos logrado que las palabras “inclusión” y “diversidad” sean más que un significado dentro de un diccionario. Aún nuestros niños y jóvenes no reciben la educación necesaria para que la inclusión sea parte del significado de sus vidas.
Sigue siendo casi una guerra contra el sistema, en la que se dan dos pasos y se retrocede uno, pero en la que no se puede dejar de avanzar, aunque sea pesado, lento y difícil el camino.
Me llegó al alma, muchos debemos aguardar en armarios por proteger a los que amamos que sabemos que no entenderían el porqué de nuestra diferencia, debido a que por generaciones la palabra diversidad para muchos es sinónimo de desobediencia.