¡New York, New York!

El hinduismo enseña que las almas, al morir, regresan en nuevos cuerpos, un proceso conocido como reencarnación, que forma parte del ciclo de la Rueda de Samsara. En este ciclo, vivimos, morimos y renacemos, y nuestra alma inmortal renace en un nuevo cuerpo con la misión de evolucionar y alcanzar una liberación que nos permita llegar al Padre.

Sea cierta o no esta enseñanza, me parece una idea hermosa, mágica y hasta romántica. Seríamos viajeros espirituales con la oportunidad de renacer para experimentar, aprender y conocer el mundo, con diferentes nombres y en distintos lugares: hoy con ojos negros y, en un mañana espiritual, tal vez con ojos verdes. Sin embargo, si es cierto y en las esferas espirituales alguien me lee, pido que me dejen los ojos negros. Amo los ojos negros, porque se parecen al cosmos; es como llevar la profundidad y la oscuridad del universo en la mirada (ya estoy divagando).

Tengo un recuerdo muy marcado de cuando tenía unos cinco años. En mi ciudad, en la bahía, aproximadamente en medio del agua, se encuentra la estatua de una virgen. Desde un lado de la bahía, se ve la estatua más cerca y, al fondo, otra parte de la ciudad. Cuando tenía cinco años, en una ocasión en que estaba con mis padres contemplando el mar, dije: “Esa es la Estatua de la Libertad, y del otro lado está Nueva York”. Mis padres se rieron y me dijeron que no, que esa era la estatua de la virgen y que al otro lado solo estaba otra parte de la ciudad. Pero yo estaba convencida de que era la Estatua de la Libertad y que, efectivamente, estaba mirando hacia Nueva York. Por aquel entonces, no sabía mucho sobre vírgenes; como dijo Eduardo Galeano a esa edad todos somos medio paganos y profanos. No recuerdo en qué momento entendí que esa no era la Estatua de la Libertad y que Nueva York estaba a unas 10 horas en avión. Solo sé que esa idea habitó mi mente durante un tiempo.

De niña, amaba Nueva York sin razón aparente. No conocía la ciudad ni nadie de mi familia había viajado por esas latitudes, pero yo amaba New York. Y aquí es donde entra el hinduismo: tal vez de niña amaba esa ciudad porque allí nací o viví en una vida anterior. A los cinco años, tal vez todavía recordaba con amor esa existencia pasada en Nueva York. Por supuesto, esto es mera especulación y una interpretación romántica de mi recuerdo infantil.

Debido a mi amor por Nueva York, una de mis canciones favoritas de niña era “New York, New York”, interpretada por Frank Sinatra. Fue gracias a esa canción que descubrí a Sinatra y me enamoré de su voz. Recuerdo que le pedía a mi mamá que la pusiera y yo la bailaba, le tenía mi propia coreografía.

Crecí amando esa canción y a Frank Sinatra. Aunque mi primer amor musical fue Tony Bennett, a quien conocí primero gracias a mi papá (les dejo aquí el enlace a mi post sobre él), Sinatra pronto se ganó un lugar en mi corazón. Es imposible no enamorarse perdidamente de la voz de Sinatra; es una obra de arte en sí misma. Combina una emotividad desbordante con una técnica impecable, un control total de la respiración y una entonación exquisita. Cada matiz de su voz es un viaje a través de un arcoíris de sentimientos, con su voz viajamos de la pasión más intensa a la melancolía más profunda.

La voz de Sinatra tiene un timbre cálido que envuelve al oyente en una atmósfera de intimidad, creando una conexión emocional tan personal que parece que canta solo para ti.

Luego Sinatra me flechó con una segunda canción, me cautivó por completo con ‘My Way’. La contundencia de su voz al interpretar esa canción es impactante. Cada palabra, entonada con una seguridad y grandeza inigualables, resonó profundamente en mí. Fue a los doce o trece años cuando comencé a apreciar de verdad la fuerza de esa letra, que celebra la libertad de vivir la vida según tus propios términos y nunca arrodillarse. Aunque algunos la pueden considerar un himno al individualismo extremo, para la Diana de trece y y para la adulta que escribe estas líneas, es un himno a la rebeldía, a la valentía de ser auténtico y seguir tu propio camino, sin importar las voces que te critiquen.

Años después, descubrí la versión en español de “My Way”, cantada por Raphael, igualmente impresionante gracias a la voz única de este artista, de quien también me enamoré, pero esa es otra historia.

Mi amor por Sinatra, que comenzó de niña, sigue vivo y ha crecido con el tiempo. Adoro cada una de las canciones que interpretó. Confieso que, como algunos de mis lectores frecuentes y seguidores en Spotify ya saben, mi música favorita desde niña es la de las décadas de los 40, 50, 60 y 70, en los géneros de jazz, swing y easy listening. Tal vez esto también se explique a través del hinduismo: antes de nacer como Diana Patricia Pinto, podría haber vivido en Nueva York en los años 50, donde esa era la música que escuchaba. Y si dejo volar aún más mi imaginación, quizás fui cantante o músico, tal vez tocaba el violín o el saxofón.

Aunque la explicación más sencilla y terrenal es que esa era la música que sonaba en mi casa, la música con la que crecí, la que ponía mi madre.

Uno de los aspectos fascinantes de Sinatra es que su voz trasciende las etiquetas de un solo género musical. En su inmensa trayectoria, exploró diferentes estilos hasta perfeccionar cada uno: pop tradicional, easy listening, swing y jazz. Esa versatilidad y su habilidad para interpretar una gran variedad de canciones lo convirtieron en la leyenda que es hoy.

Cuando cantaba pop, su voz se volvía suave y melódica; en easy listening, cálida y envolvente; en jazz, tocaba las fibras más profundas con su sensibilidad, y en swing, nos transportaba a una era de elegancia y diversión.

Sinatra dejó una huella imborrable en la música y colaboró con figuras legendarias. En el jazz, trabajó con Count Basie y Duke Ellington, con quienes grabó álbumes aclamados en la historia del jazz como In the Wee Small Hours y Songs for Swingin’ Lovers. También grabó un álbum con Ella Fitzgerald, dueña de una de las voces más icónicas del siglo XX, y ese dueto cautivaba con esa armonía de voces a todo el que los escuchaba.

Incluso se aventuró en el bossa nova y grabó con el legendario Antonio Carlos Jobim, creando el álbum Francis Albert Sinatra & Antônio Carlos Jobim, una joya que mezcla jazz y ritmos brasileños.

Sinatra también colaboró con mi querido Tony Bennett en su juventud, impulsando su carrera, y realizó dúos inolvidables con Barbra Streisand.

Soñando con la enseñanza hinduista, tal vez fui un saxofonista neoyorquino que tuvo la suerte de tocar “New York, New York” para Sinatra en el Madison Square Garden en 1974.

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